lunes, 27 de octubre de 2014

La vida se vive, no se sobrevive

Hace tiempo me preguntó cómo pensaba que le veía el resto del mundo. Si era realmente el monstruo que muchas veces encontraba frente al espejo o si otros eran capaz de verle como le veía yo: el hombre más maravilloso del mundo. Nunca supe qué responder. Más tarde comprendí por qué.

Lo único que le convertía en hombre era su barba de tres días, que llevaba más de una semana intentando brotar, los pelos del cuerpo y la fecha del DNI. Por lo demás, era un niño. Un niño inquieto, hipócrita y egoísta que se negaba a ver más allá de la neblina que se había dibujado frente a él. Si algo resultaba un problema, al cajón, y ahí se podía quedar. Y no hay nada más cobarde. 

Nunca supe si me mentía, si sus palabras eran enteramente ciertas o si se guardaba medias verdades bajo la manga. Me habían engañado tantas veces que podría haber protagonizado La Fille sur le Pont porque a mí, 'todos los días de mi vida me han engañado'. 


Por aquel tiempo él era todo lo que se podía pedir. Todo lo que en ese momento yo pedía. Comercializaba consigo mismo, me ofrecía su vida, su amor y su tiempo a un precio que, entonces, pensaba que era más que razonable. Como todo, al final, lo barato acaba saliendo caro. Y lo que pagué por él fue más allá de mi tiempo. 

Era un niño con zapatos de hombre. Daba igual la naturalidad con la que se encendiera los cigarros, y la forma de hablar, como si ya hubiera elegido de antemano las palabras que sabía que iban a calar -y calaban- profundamente. Con su sonrisa podía convencer a cualquiera de lo que fuera. Y a eso jugaba conmigo. A convencerme de que la vida tenía sentido sólo porque él había decidido regalarme su tiempo. Y tenía que estar agradecida. 

Maldito egoísta. La vida tiene sentido porque yo tengo sentido, porque yo elijo y vivo. La vida es más que sobrevivir un día y otro, y otro más, y al siguiente también. La vida se vive, no se sobrevive. Y eso lo aprendí el día que di un portazo y decidí que ya no quería que fuera detrás, con plegarias y lamentos y promesas que no valen nada. 


La vida no está hecha para repetir las malas decisiones, para tropezarse con la piedra hasta hacerla parte del camino. Tampoco está hecha para agarrarse al primero que pasa, ni al segundo, ni al tercero. Porque pocas cosas salen bien la primera vez. La vida es más que eso. Tiene que ser más que eso. Sino, hace tiempo que estaríamos todos muertos o, por lo menos, fuera de combate. 

La vida está hecha para disfrutar de cada amanecer y de cada atardecer sin tener una cadena atada al tobillo que te impida acercarte lo suficiente al mar para sentir su brisa. Hay personas que han hecho de la maldad y del egoísmo su estandarte y lo llevan tan pegado a la piel que es parte de ellos. 

Y te cazan, y te compran, y te usan y te desusan a su poder y a su antojo hasta que de ti solo quedan los huesos. Y componerte lleva tanto tiempo que, a veces, perdemos la esperanza de volver a ser quienes éramos. Y es probable, más que probable, que jamás volvamos a ser aquellas personas. Porque nos han maltratado, nos han obligado a sobrevivir. 

Y la vida, se vive. Y no me cansaré de decirlo. Y después del daño hay más vida. Porque todo se cura, y eso es algo que muchas veces olvidamos. Hay cura para casi todo, y para los golpes en la cabeza y los corazones rotos, también. 



Mi historia no tiene desperdicio, y algún día, os contaré los detalles. Cuando averigüe qué fue verdad, si es que en algún momento hubo algo de cierto en aquellas palabras -de mierda-, en aquellos gestos -ásperos- y en aquella sonrisas -de mierda, sí, más mierda-. 

Pero sobreviví. Sobreviví a aquello y volví a vivir. A vivir una vida que me correspondía, y que pienso seguir viviendo. Porque la respuesta a aquella pregunta, de cómo era él, tendría que haberla respondido pensando en cómo era yo, y si se correspondía con la persona que quería ser. 

jueves, 23 de octubre de 2014

Lo que te echo de menos en cuatro segundos

Hoy me he despertado con un regalo. Mi amigo Pepe me ha dejado cuatro minutos de intensa reflexión, a las cuatro de la mañana y con, estoy segura, más de cuatro copas de más. 

En esa grabación, mandada por whatsapp (porque ahora todo lo que tiene un sentido se manda por whatsapp), me habla de todo lo que echa de menos y, al final, me dice que echa tantas cosas de menos que no puede ser feliz.


Da qué pensar. Echar de menos es, sin lugar a dudas, el peor sentimiento habido y por haber. Todos echamos de menos algo o a alguien, o las dos cosas.




Echo de menos verte sonreír, ya no lo haces como antes. Te ríes, sí, y muchas veces a carcajadas, pero aquella sonrisa que iluminaba tardes de niebla ya no está. Echo de menos quemarme los pies con la arena de la playa y el alivio al llegar al mar; siempre a la carrera. 

Echo de menos tener el convencimiento de que jamás te ibas a ir. Jamás de los jamases. Pero si aquello fuera todavía así, ahora no te estaría echando de menos.


Echo de menos las noches de palabras sin sentido, de despertarme abriendo un ojo y encontrar tu brazo en mi abrazo. Encontrarte a ti, en resumidas cuentas.

Echo de menos todas las aventuras que juramos realizar y que ahora se han quedado plasmadas en fotos viejas, perdidas en algún lugar del disco duro. 



Echo de menos las vistas desde tu casa, las luces y la sensación de poder ver el mundo desde tu balcón. Echo de menos tu vida, aquella que me vendías con tantos cuentos que ninguno parecía mentira. 


Echo de menos aquella vena que se formaba cada vez que algo tenía un alto porcentaje de seriedad y que se desvanecía con cada broma y cada sinsentido. 


Echo de menos andar descalza por la calzada y sentir que algo tan absurdo como una herida no iba a cambiar mi camino. Echo de menos el sabor de tus historias que me cambiabas por besos. 

Echo de menos todo lo que juramos ser, y que hoy se nos ha olvidado. Echo de menos todo lo que tenía que ver contigo, lo que fue, lo que tenía que ser, todo tú y todo yo. 

lunes, 20 de octubre de 2014

Lo que queda de ti

¿Has pensado alguna vez en lo que queda cuando ya te has ido? ¿Cuánto tiempo se quedarán tus huellas grabadas en el pomo de la puerta que tan bruscamente cerraste? ¿Seguirá tu aroma en aquella almohada que apretabas contra tu pecho de tanto llorar? 

Porque eso es lo único que hacías, vaciarte por dentro, desahogarte sin saber que te estabas ahogando cada vez más. Para tener perspectiva hay que agarrarse a algo que te mantenga a flote, y tú te empeñabas en sujetarte a un barco ya hundido. 


Quisiste escribir una novela de lo que solo era un relato breve. Incluso, diría yo, un microrelato, de esos que están tan de moda y que solo tienen una coma, un punto, y un hashtag con la palabra #microcuento. 

Alargaste la cuerda. Y la rompiste. Porque todo tiene un fin, y es más sano romper (por lo sano), que luchar en una batalla que solo deja cadáveres a su paso. Fuiste a la guerra con el fusil descargado, sin chaleco antibalas ni casco de combate. Y perdiste. Te dejaste la piel, el alma y las fuerzas. 


Y aquí estás, volviendo a escribir. Buscando las palabras que justifiquen tus decisiones, que allanen el camino hasta un futuro sin fuego cruzado. 

De ti quedará mucho. Eso lo sabes bien. Quedarán todas las cartas escritas con rotuladores de colores, los libros y las películas que no recuerdas cuándo pero sabes que las viste, las cenas a deshora y los madrugones repentinos. Quedarán todas las palabras bonitas que nacieron de ti para explosionar en el trayecto. 

Pero, sobre todo, quedarán todas las mentiras, toda la mierda que se suelta cuando el amor ya no es amor y probablemente nunca lo fue. Quedará esa parte de ti que prefieres ocultar y que jamás vuelva a salir. Quedará toda la basura que algún día pensaste que era vida, y las cucarachas y gusanos en lo que terminará convirtiéndose todo eso.

Todo eso quedará. Pero quedará atrás, muy atrás. Porque pensar en el pasado es vivir mirando por un retrovisor. Y aquello no trae nada bueno, solo tortícolis.


Lo mejor no es lo que queda. Sino lo que está por venir. Es tu momento. De gritar, de bailar, de beber y de reír. Y de todos los verbos que conlleven una sonrisa de oreja a oreja y un aceleramiento repentino de la velocidad cardíaca. 

Te esperan noches sin dormir por no querer dormir, días de sol y mañanas de resaca. Te esperan amores de un rato, de dos o de toda la vida que permanecen despiertos hasta que llegas a casa y no dudan en gastar gasolina para un beso a medianoche.


Te esperan todas aquellas cosas que jamás pensaste que tendrías y que demostrarán que hay amores que todo lo pueden y otros que pueden con todo. Y tú te mereces cualquiera de ellos. 

Te va a tocar aprender a llorar de felicidad y a disimular el subidón de color de tus mejillas. Vas a tener que aprender a dormirte de cansancio, y no de tristeza. Vas a vivir. Y eso, es lo que queda de ti. 

domingo, 12 de octubre de 2014

Te quiero una puta barbaridad

Te quiero una puta barbaridad. 
Porque no sé querer de otra forma. 
Porque no se puede querer de otra forma. 

Todo lo que no sea el máximo se queda en nada.

Y hoy, escribo mi carta definitiva. 
La declaración de amor absoluta, decisiva, concluyente.
Te quiero una puta barbaridad. 

Y hoy, hoy soy breve, 
porque no hay mejores palabras de amor que las que se sienten, 
las que te arañan el alma y te hacen sangrar. 
Sangrar amor. 

Termino diciéndote lo único que te puedo decir,
que te quiero una puta barbaridad.

Y, con estas palabras, que sangran,
dentro, termino.


sábado, 4 de octubre de 2014

Y si te vieras con mis ojos

Y esto es así. Lo que fue, lo que todavía es, lo que quiero que sea y ahora mismo no tengo ni puta idea de lo que es. 

Yo le daba. Y todavía le doy. Y este es mi mayor regalo. Porque estas palabras no son mías, ni tuyas, tú que te adentras en mis abismos y bajas a mi infierno. Estas palabras son suyas, le pertenecen desde aquel maldito momento en el que mi alma decidió parirlas. 


 

Porque hay verdades que duelen más que cien mentiras y abrir los ojos un día y descubrir que jamás amaste, jamás, hasta ahora, eso, amigos, es la mayor de las putadas. 

Y empezaste a amar en el momento en el que apareció con su camisa de cuadros y te dijo su nombre. Abreviado, para que no pese. Y es que nada que proceda de él pesa, ni su nombre ni su alma. 



Estas palabras son suyas, le pertenecen. Es dueño a diestro y siniestro de cada letra que procede de mi alma. Es el dueño de todo, y así, simplificamos la lista. 

Él no se conoce, no sabe lo que es llevar el coche -y el pecho- revolucionados, a más de tres mil revoluciones, solo por ganar segundos. Los segundos valen horas cuando de amor va la cosa. Porque eso es lo que es todo esto. Un enamoramiento repentino, loco, rápido y doloroso. Es romperte el corazón a ostias con su alma.


Él no sabe que su bondad atraviesa paredes, hueso y músculo. Que cada vez que respira es un segundo más de vida. Nada tiene de malo. Y si se viera con mis ojos. Uf, si se viera con mis ojos. No te puedo contar yo lo que vería.

Porque estar enamorada de él es la mayor de las putadas. Y es que el día que se vaya, que se marche y desaparezca de esta realidad, caerán truenos y relámpagos y será como el apocalipsis que narran en las películas. Y no habrá ni buenos ni malos, solo el vacío.