Todos tenemos un sitio al que huimos cuando las cosas no van bien, cuando la realidad nos da por saco. El mío es el verano de 2011, antes de que Miley Cyrus se convirtiera en un engendro salido de una película pornográfica, antes de que el futuro fuera lo más importante y antes de que el trabajo nos quitara días de estar juntas.
El verano de 2011 fue el verano de nuestras vidas. Todos tenemos uno de esos, uno que recordamos por encima de todos los demás, al que no dudamos en volver cuando la realidad azota y cuando del suelo brotan varios miles de coches, encerrándote en un atasco, a cuarenta grados a la sombra y con tu mala leche expandiéndose hasta los asientos traseros.
Todo empezó como empiezan los mejores momentos, de forma casual, espontánea, sin esperar nada pero deseándolo todo. Un extraño me regaló un disco, de esos de promo, de apenas cuatro canciones. Lo que aquel hombre y toda su buena intención no sabían, era que me había proporcionado la que sería la banda sonora de aquel verano.
Hitten, de Those Dancing Days sonaba en mi coche, coreada por cuatro amigas que se descubrieron a ellas mismas bajo la letra de aquella canción. Descubrieron que la vida estaba para vivirla y que los mejores momentos perduran. Descubrieron que si el día no es suficiente, tenían toda la noche. Descubrieron que hay lugares en los que los cortes sangran, pero no duelen.
Y aquellas éramos nosotras.
Poco teníamos que ver la una con la otra, edades distintas, ninguna el mismo peinado ni la misma forma de vestir, pero con las mismas ganas de comernos la isla, el mundo, y lo que nos pusieran por delante.
Nos comportábamos como ángeles cuando el momento lo requería, pero aprendimos que, como dijo Unamuno: "El demonio también fue un ángel", y no quisimos desobedecer sus órdenes.
Nuestro verano se basó en tomar al pie de la letra las palabras de nuestras madres, cuando nos pedían con voz preocupada que volviéramos a casa de día, mejor que conducir de noche.
Veíamos el amanecer y disfrutábamos de sus colores, mientras que comentábamos la jugada. Lo normal entre chicas, pero con el aditivo de que siempre había algo nuevo que contar. Y a pesar del sueño, volvíamos a casa cantando, riendo, y con el pelo hecho un desastre.
Creo que esa es la mejor parte de la amistad, guardar los recuerdos bajo llave, o bajo el cartel de privado en youtube, y abrir el cajón de cuando en cuando, seguir sintiendo esa sensación de felicidad y seguir llorando juntas, pero de la risa.
Aquel verano hicimos todo lo que nos tocaba hacer. Vivimos todo lo que nos tocaba vivir. Fue uno de esos veranos de los que hablarás a tus hijos, pero cuando sean mayores de edad. Habrá quien piense que aquellos días olvidamos nuestra moralidad en el fondo de la copa, pero disfrutamos como locas. Y si la vida no la disfrutas, envejeces antes de tiempo.
El otro día leí que "Todo lo bueno en esta vida despeina: hacer el amor, saltar, bailar, correr, reír a carcajadas..." Aquel verano lo pasamos con el pelo hecho un desastre.
"Amiga mía, no sé qué decir, ni qué hacer para verte feliz. Ojalá pudiera mandar en el alma o en la libertad, que es lo que a él le hace falta, llenarte los bolsillos de guerras ganadas, de sueños e ilusiones renovadas. Yo quiero regalarte una poesía; tú piensas que estoy dando las noticias". (Amiga mía, Alejandro Sanz)
Llevo toda la tarde escuchando esta canción, y no me puedo acordar más de ti, amiga. Te he visto fumarte un cigarro tras otro, encerrada en tu silencio porque no hay nada que puedas escuchar esta noche que te haga sentir mejor. No hay nada que pueda aliviarte, no esta noche.
Te he visto esconderte tras el humo de tu cigarro y servirte una copa esperando que el tiempo pase. Te he visto coserte las heridas y ver, impasible, cómo siguen sin cicatrizar. Te he visto, amiga, llorar, por lo que antes te hacía sonreír.
Sé lo que es sentir que el cielo está a apenas dos metros del suelo. Sé lo que es sentir presión en el pecho y desear que desaparezca. Sé lo que es dormir con la cara empapada y despertarte pensando que todo ha sido una pesadilla. Sé lo que es que te rompan el corazón, y sé lo que se siente cuando cualquier movimiento hace que te agites y que cada pedazo de ti resuene a cada paso en falso que das.
Porque ya son demasiados golpes contra el suelo, demasiadas ganas de que algo salga bien, y demasiadas vueltas en una montaña rusa de la que ya es momento de que te bajes.
Sé lo que es vivir en bucle, cometiendo un error y dejándote la piel para enmendarlo. Sin sentido. Porque en eso es en lo que crees que se ha convertido todo, en un sin sentido absurdo, que te come las ganas y te apaga.
Lo que no sabes es que la vida está llega de segundas y de terceras oportunidades, que la felicidad tiene sentido cuando la compartes pero que con la primera persona con la que tienes que compartirla es contigo misma.
Lo que quiero que sepas, amiga, es que pocas personas tienen las ganas y la fuerza que tú has mostrado, que pocas personas son tan delicadas y que son bastante menos las que hubieran seguido después de todo. Pero ahí estabas tú. Y ahí seguirás estando.
Siempre he admirado tu capacidad de poder con todo, esa fuerza que siempre me has transmitido y esa claridad para ver lo que es realmente importante.
Porque no hay nadie tan auténtico. Y sé lo que es pensar que todo aquello estaba perdido. Hoy no habrá palabras de aliento, más que las que tú encuentres. Hoy no habrá copas que consigan hacer olvidar, durante un par de horas, el dolor y las pocas ganas de continuar.
Pero hoy seguirás estando tú. Y eso vale más que nada.
"¡Escribe algo sobre hoy!" y "¿Por qué no has hablado tú?" fueron algunas de las cosas que mis compañeros, familiares y personas que por ahí rondaban me preguntaron durante la graduación.
Fue el turno de una amiga mía (rubia, por cierto), de hablar delante de los allí presentes. Y lo hizo la mar de bien. Olé por ti, Teresa.
Si hubiera tenido que enfrentarme a profesores, familiares venidos de más allá del horizonte y a compañeros que parecían estar derritiéndose bajo las togas, me habría pensado dos y tres veces qué decir.
Hoy, mi público es muy diferente. Así que, aquí voy. Sin rodeos.
Cerrar etapas es una mierda. Nos acostumbran a madrugar, a llevar un horario establecido de antemano y a que los desayunos sean siempre a la misma hora. Nos acostumbran a las mismas caras, a las mismas palabras de saludo y al mismo 'hasta mañana', que al final del día se convierte en un 'suerte en la vida'.
No con todos, pero con la mayoría.
Me gusta eso que dicen de que la vida empieza donde acaba la zona de confort. A los 18, la zona de confort era el colegio, el uniforme y la idea de crecer, pero no tanto.
Y lo superamos.
Hasta hace más bien un suspiro, la zona de confort era buscar sitio para aparcar, la misma línea de autobús y los cafés en vaso de plástico de la cafetería.
Y nos toca superarlo.
Salir de la zona de confort significa, en otras palabras, crecer, madurar, cargar con responsabilidades a la espalda. Y eso, sí es una mierda.
Pero lo superaremos, como todo lo demás.
Negarse a crecer no impide que tengamos que hacerlo. Mejor resignarnos y buscar el mejor camino, que empieza dando un paso hacia delante, después otro, y así hasta llegar. ¿Llegar a dónde? Eso ya es cosa tuya.
La parte perra de pasar página y acabar el libro es todo lo que dejas detrás. Recuerdos que llevan al drama: las despedidas.
Cuando nos despedimos de alguien con quien hemos compartido un rato largo de risas, momentos de tensión o de incertidumbre, o cualquier sensación que implique ir más allá de lo puramente racional, duele. Es una leve sensación de vacío, que se incrementa dependiendo del hueco que esa persona tuviera. De lo profundo de su huella.
Y es que todo, absolutamente todo, deja huella. Bien en forma de un par de calorías de más, o en forma de risas de menos. No podemos permanecer impasibles ante lo que se va, aunque los haya con hielo en las venas que intenten aparentar que todo da igual, que todo les va y les viene y que lo que entra por un oído, sale por el otro.
Mentira. Cualquier persona que pase por tu vida va a dejar su marca, buena o mala, y tendrás que vivir con ello. Hazte a la idea.
Cerrar etapas, es algo que hacemos constantemente y que nos tocará hacer por el resto de los siglos. Salimos del colegio para entrar en la universidad, cambiamos de trabajo, emprendemos un viaje, dejamos nuestra casa para mudarnos a otra en la calle de abajo o en el continente de al lado.
Y por el camino dejamos a personas, como migas de pan, a las que esperamos encontrar a la vuelta de la esquina. A veces sí, otras no.
Y lo superamos, como hemos hecho con todo.