Hay tanto que quiero decirte que no encuentro las palabras. Quiero decirte que me he vuelto adicta a tus mensajes, que cuando veo tu nombre en la pantalla algo dentro de mí brota, cambia, se exalta y empieza a volar. Dicen que son mariposas, pero yo creo que es más que eso.
Cuando te veo girar la esquina, aquella que tantas veces hemos recorrido, todo es nuevo. Porque contigo todo es diferente.
Quiero decirte que haces que todo valga, las penas, las risas, los llantos y hasta las cosquillas. En el amor y en la guerra todo vale, y contigo es un amor constante y una guerra contra el tiempo.
Porque paralizaría el momento en el que estás volviendo a la vida, cuando tus ojos a medio abrir o medio cerrar me dan los buenos días y sonríes y sé entonces que me estás regalando otro día más a tu lado.
Quiero decirte que la perfección no existe, y esa es mi parte favorita del cuento. Porque son tus imperfecciones las que te hacen real, no una idea en mi cabeza nacida de algún lugar del corazón. Eres real. Como este suelo que pisamos y ese sofá donde tantas noches hemos pasado entre almohadones y cojines, sin entender todavía la diferencia.
No encuentro las palabras para decirte que me he vuelto adicta a tu mirada, que no soporto que me mires cuando conduzco porque sé que la distancia entre tu asiento y el mío es demasiado pequeña para todo lo que se esconde tras esos ojos. Quiero decirte que el amor es más que todo lo que un día conocí, y eso lo he aprendido de tus manos.
Quiero decirte que lo bueno se hace esperar y tú y yo ya nos hemos esperado bastante. Que la vida no vale un céntimo si no es a tu lado y que tú y yo somos culpables de esto tan bonito que tenemos.
Quiero decirte que no quiero un rato contigo, a no ser que ese rato se llame toda una vida y la siguiente.
Porque el plural es el idioma que quiero hablar a partir de ahora, que ni yo soy ni tú eres, pero somos. Y eso no se puede moldear con palabras.
Porque no hay palabras que justifiquen mis errores ni los tuyos, pero me lo dijiste una vez: somos cojonudos juntos.
jueves, 10 de julio de 2014
miércoles, 18 de junio de 2014
De veranos despeinados
Todos tenemos un sitio al que huimos cuando las cosas no van bien, cuando la realidad nos da por saco. El mío es el verano de 2011, antes de que Miley Cyrus se convirtiera en un engendro salido de una película pornográfica, antes de que el futuro fuera lo más importante y antes de que el trabajo nos quitara días de estar juntas.
El verano de 2011 fue el verano de nuestras vidas. Todos tenemos uno de esos, uno que recordamos por encima de todos los demás, al que no dudamos en volver cuando la realidad azota y cuando del suelo brotan varios miles de coches, encerrándote en un atasco, a cuarenta grados a la sombra y con tu mala leche expandiéndose hasta los asientos traseros.
Todo empezó como empiezan los mejores momentos, de forma casual, espontánea, sin esperar nada pero deseándolo todo. Un extraño me regaló un disco, de esos de promo, de apenas cuatro canciones. Lo que aquel hombre y toda su buena intención no sabían, era que me había proporcionado la que sería la banda sonora de aquel verano.
Hitten, de Those Dancing Days sonaba en mi coche, coreada por cuatro amigas que se descubrieron a ellas mismas bajo la letra de aquella canción. Descubrieron que la vida estaba para vivirla y que los mejores momentos perduran. Descubrieron que si el día no es suficiente, tenían toda la noche. Descubrieron que hay lugares en los que los cortes sangran, pero no duelen.
Y aquellas éramos nosotras.
Poco teníamos que ver la una con la otra, edades distintas, ninguna el mismo peinado ni la misma forma de vestir, pero con las mismas ganas de comernos la isla, el mundo, y lo que nos pusieran por delante.
Nos comportábamos como ángeles cuando el momento lo requería, pero aprendimos que, como dijo Unamuno: "El demonio también fue un ángel", y no quisimos desobedecer sus órdenes.
Nuestro verano se basó en tomar al pie de la letra las palabras de nuestras madres, cuando nos pedían con voz preocupada que volviéramos a casa de día, mejor que conducir de noche.
Veíamos el amanecer y disfrutábamos de sus colores, mientras que comentábamos la jugada. Lo normal entre chicas, pero con el aditivo de que siempre había algo nuevo que contar. Y a pesar del sueño, volvíamos a casa cantando, riendo, y con el pelo hecho un desastre.
Creo que esa es la mejor parte de la amistad, guardar los recuerdos bajo llave, o bajo el cartel de privado en youtube, y abrir el cajón de cuando en cuando, seguir sintiendo esa sensación de felicidad y seguir llorando juntas, pero de la risa.
Aquel verano hicimos todo lo que nos tocaba hacer. Vivimos todo lo que nos tocaba vivir. Fue uno de esos veranos de los que hablarás a tus hijos, pero cuando sean mayores de edad. Habrá quien piense que aquellos días olvidamos nuestra moralidad en el fondo de la copa, pero disfrutamos como locas. Y si la vida no la disfrutas, envejeces antes de tiempo.
El otro día leí que "Todo lo bueno en esta vida despeina: hacer el amor, saltar, bailar, correr, reír a carcajadas..." Aquel verano lo pasamos con el pelo hecho un desastre.
El verano de 2011 fue el verano de nuestras vidas. Todos tenemos uno de esos, uno que recordamos por encima de todos los demás, al que no dudamos en volver cuando la realidad azota y cuando del suelo brotan varios miles de coches, encerrándote en un atasco, a cuarenta grados a la sombra y con tu mala leche expandiéndose hasta los asientos traseros.
Todo empezó como empiezan los mejores momentos, de forma casual, espontánea, sin esperar nada pero deseándolo todo. Un extraño me regaló un disco, de esos de promo, de apenas cuatro canciones. Lo que aquel hombre y toda su buena intención no sabían, era que me había proporcionado la que sería la banda sonora de aquel verano.
Hitten, de Those Dancing Days sonaba en mi coche, coreada por cuatro amigas que se descubrieron a ellas mismas bajo la letra de aquella canción. Descubrieron que la vida estaba para vivirla y que los mejores momentos perduran. Descubrieron que si el día no es suficiente, tenían toda la noche. Descubrieron que hay lugares en los que los cortes sangran, pero no duelen.
Y aquellas éramos nosotras.
Poco teníamos que ver la una con la otra, edades distintas, ninguna el mismo peinado ni la misma forma de vestir, pero con las mismas ganas de comernos la isla, el mundo, y lo que nos pusieran por delante.
Nos comportábamos como ángeles cuando el momento lo requería, pero aprendimos que, como dijo Unamuno: "El demonio también fue un ángel", y no quisimos desobedecer sus órdenes.
Nuestro verano se basó en tomar al pie de la letra las palabras de nuestras madres, cuando nos pedían con voz preocupada que volviéramos a casa de día, mejor que conducir de noche.
Veíamos el amanecer y disfrutábamos de sus colores, mientras que comentábamos la jugada. Lo normal entre chicas, pero con el aditivo de que siempre había algo nuevo que contar. Y a pesar del sueño, volvíamos a casa cantando, riendo, y con el pelo hecho un desastre.
Aquel verano hicimos todo lo que nos tocaba hacer. Vivimos todo lo que nos tocaba vivir. Fue uno de esos veranos de los que hablarás a tus hijos, pero cuando sean mayores de edad. Habrá quien piense que aquellos días olvidamos nuestra moralidad en el fondo de la copa, pero disfrutamos como locas. Y si la vida no la disfrutas, envejeces antes de tiempo.
El otro día leí que "Todo lo bueno en esta vida despeina: hacer el amor, saltar, bailar, correr, reír a carcajadas..." Aquel verano lo pasamos con el pelo hecho un desastre.
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