Todo es mejor en verano, eres libre, sin esa palabra tan fea que se parece a responsabilidad, sin seres tóxicos que te obliguen a intoxicarte tu también, sin códigos ni límites. Sí, sobre todo eso, sin límites.
Rompes las reglas. Empiezas a hacerte fan de los amaneceres y ver atardecer se convierte en un anticipo de la magia que te espera.
Todos tenemos nuestro pequeño rinconcito de paraíso. Nuestro pedacito de Edén. Allí eres feliz. Eres feliz, sin más. De esa clase de felicidad que te pasas todo el año deseando volver a sentir.
Mi trocito de cielo no es un trocito. Es el cielo en sí. Es el paraíso en la tierra. El agua es transparente como el vidrio y la arena blanca como la nieve. Los árboles cubren el monte como si de un manto verde se tratase. Cuando cae la noche la luna sirve de linterna y el cielo conforma una autopista donde las estrellas fugaces corren a traición. Me duermo escuchando como el silencio se funde con el romper de las olas. Y créeme, no hay sensación mejor ni sonido más bello.
Y a veces, tienes la suerte de que tus amigos pongan banda sonora al verano. No me gusta hablar de "amigos de verano", ni ninguna de sus variantes. Parece como si esas personas solo fueran importantes cuando el calor aprieta. Me gusta considerarles parte de mí, protagonistas de mis días y culpables de la melancolía que trae septiembre. No importa lo maravillosa que sea la playa, ni lo bonito del cielo, ni lo cálido del mar. Si no están ellos, de nada sirve el paraíso.
Son familia, te sujetan durante esos meses y, aunque tengamos que romper todas las hojas del calendario hasta volver a verles, el cariño es el mismo, siempre hay historias que contar, y gracias a algún amigo artista, canciones que cantar al ritmo de una guitarra sin cuerdas.
Y, de repente, todo se termina.
Despiertas en una realidad que se parece más a la muerte que a la vida. El móvil, que antes solo lo utilizabas a modo de cámara, ahora se convierte en tu peor enemigo. No deja de sonar, despertándote por las mañanas y recordándote quién tienes que ser.
Todavía tengo en el pecho la sensación al irme. Un disparo hubiera sido menos doloroso. Quieres llorar pero el ajetreo del viaje no te lo permite. Recuerdas la noche anterior y pagarías todo el oro del mundo por volver, darle a pause, o incluso que sucediera como en aquel anuncio que tuvo tanto éxito: darle un sorbo a una cerveza y que todo volviera a empezar.
Pero todo se termina.
Como me dijo mi amigo Pepe una vez...
"Adiós realidad, adiós que te pierdas"
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