Lo de que te den un buen consejo es una suerte. Tener amigos que sepan qué decirte en el momento apropiado resulta todo un lujo. Pero, ¡qué difícil es pasar de la teoría a la práctica! Sobre todo en cuestiones del corazón.
Os cuento. Típica bronca. Típica en nosotros, porque en otros sería el principio del apocalipsis. Pero supongo que así somos, caóticos e incoherentes pero también apasionados y enamorados. O así es cómo yo lo veo. Porque lo que está claro es que aunque miremos lo mismo, no siempre lo vamos a ver igual.
A lo que iba. Me dice una amiga que le haga caso a la razón, pero parece que hablamos idiomas diferentes, porque nunca consigo entenderla del todo. Me dice que vaya por un camino y voy yo y tomo otro, y me equivoco, y me cuesta horrores levantarme. Pero me levanto y sigo sin hacerle ni puto caso a esa que se llama razón y, como su propio nombre indica, parece saber siempre por dónde ir.
Y es que sigo sin saber por qué tengo que pensar antes de actuar.
En el fondo nos gusta ser un poco animales. Actuar por instinto. Pensar menos e intervenir más. ¿Acabaremos devorados y nuestros huesos repartidos por la sabana del Serengeti? Probablemente.
Y es que te dan consejos. Te ponen manuales enteros de teoría encima de la mesa y tú tienes dónde elegir. Cuando despiertas del letargo que produce escuchar una tras otras las lecciones de vida, te das cuenta de que no vas a hacer ni lo uno ni lo otro. Que no te da la gana. Que prefieres ir pisando ascuas si crees que después hay una playa de arena blanca y agua transparente.
Pero te estás volviendo a equivocar. Ves lo bello de las personas y poco a poco, a medida que te acercas, te van dando más por saco. Hasta que sobrepasas el umbral del dolor. Y duele.
Y entonces te vuelven a dar consejos. Te aconsejan, no coaccionan. La coacción es una cosa muy fea que te hace parecer más un policía que un amigo. No nos engañemos. Ninguno hacemos caso. A lo mejor, a la larga, acabas pensando que tendrías que haberlo hecho. Y siempre hay alguno que te suelta aquella majestuosidad de "te lo dije".
Sí, sí, me lo dijiste y no te he hecho ni puto caso porque, ¿y si te equivocabas? Te hubiera culpado toda la vida. Pero, por norma general quien te aconseja no se equivoca. Tiende a tener razón, simplemente porque lo mira de forma objetiva y deja los sentimientos fuera de escena. Pero como no le vas a hacer ni caso, ¿qué mas da?
Ajá! Son los malditos y puñeteros sentimientos los que nos impiden tomar el camino correcto. Bueno, correcto. Si lo reflexionamos cual filósofo experimentado, nos preguntaremos quién establece qué es lo correcto.
Vamos a ver, en una pelea. Estás hasta las narices de discutir, porque después de una tras otra te aburres, bostezas y se te taponan los oídos con tal de no seguir escuchando tonterías. Y yo me pregunto ahora: ¿Cuándo es el momento de parar?
Hagamos caso a mi amiga. Utilicemos la razón. Silencio, está hablando. No. Nada. Yo no oigo nada. Ah sí. Puerta. Sí, ese es el camino que la razón siempre te señala con luces de neón. Exit. Salida.
La razón tiende a aconsejarnos que despachemos todo lo que no nos hace bien. Pero seguimos andando sobre ascuas, pensando que se tendrán que enfriar en algún momento. Queremos mantener ciertas cosas, a ciertas personas, ciertos elementos. ¿No deberíamos? También. Pero los consejos se toman o no, y eres tú quién decide qué hacer con ellos.