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domingo, 15 de septiembre de 2013

Ellos, también

Avisan constantemente de los efectos nocivos del alcohol. Enumeran una serie de consecuencias y muestran anuncios repulsivos, repugnantes y asquerosos en los que una joven vomita a su señor padre. Una cosa que desagrada al que lo ve y al que lo piensa. Te avisan del dolor de cabeza del día después, de la no-consciencia de tus actos, y de un puñado de efectos más que todos conocemos de sombra. Algunos más, otros un poquito menos.



Pero de lo que nadie te avisa es de los hombres borrachos. Debería existir un cartel luminoso, como el de la Gran Vía madrileña, que te advirtiera de dónde están los hombres bebidos. Nos avisan que la ingesta de bebidas alcohólicas es perjudicial para la salud, pero nadie dice nada de las tremebundas consecuencias que tiene para las relaciones. 

El alcohol y el coche, malo; el alcohol y el amor, peor todavía.


Generalmente, ellos se enfadan poco. Suelen hacerlo como consecuencia de nuestros enfados (véase entrada anterior), o por celos (cosa estupenda y devastadora a su vez de la que algún día escribiré un par de párrafos), o tal vez se cabrean (porque ellos no se enfadan, se cabrean) por que en su fuero interno hay un niño mimado y caprichoso que lo quiere todo y lo quiere ya. 

Ellos se enfadan poco. Pero cuando beben, chicas, alejaros. Ellos no vomitan padres, vomitan palabras que deberían quedarse encerradas en el cajón de las tonterías. Todo en nosotras les parece mal. Si el vestido es muy corto porque tienes intención de camelarte a cuanto macho veas por la calle. Si es muy apretado, tres cuartos de lo mismo. Si bailas, ea, también. 


Cuando el alcohol corre libremente por sus venas de machito, se vuelven celosos, caprichosos y sus enfados -absurdos, ridículos e infantiles- duran más allá de la resaca. 

Ante estas situaciones, mujeres modernas, poco se puede hacer. Las hay que optan por el "modo avestruz": te vas a emborrachar como si no hubiera mañana, fantástico, yo no quiero ni verte. Opción muy sabia si la confianza es extrema -sino la relación está condenada al fracaso, ya te aviso-. Pero, ¡ojo! El teléfono también puede resultarle útil en su afán de tocarte las narices. Pasa del whatsapp, lo carga el diablo. 


Otras, se inclinan más por el "si no puedes con el enemigo, únete a él". Por cada copa que Él se bebe, tu subes dos. Al ver tu ritmo acelerado y tu cara bastante más decelerada, Él parará. Conseguirás tu objetivo, pero de regalo una encantadora resaca.


Hay un millón y pico de opciones más. Todas ellas igual de desastrosas. La más recomendable es la de "vive y deja vivir". Es simple. Una charlita previa al consumo de la primera copa. Se fijan los puntos a tratar y voilà! Tú bailas y bebes, él bebe e intenta bailar, ambos estáis moving y dejas de agobiarte. Si su mente ebria decide intervenir, se corta la conversación con un tierno beso y a seguir moviendo el trasero al ritmo de la música. Normalmente funciona. 

Eso sí... Normalmente... 

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Nunca son voluntarios

Hoy me he puesto a pensar en aquella película de Ashton Kutcher, The butterfly effect. Crea una extraña sensación en el cuerpo cuando terminas de verla, como si de alguna forma no fuera suficiente. Y en realidad no lo es. 

Pues bien, aquel peliculón -quien opine lo contrario no sabe de cine, bueno ni de cine ni de nada- empieza con una frase imposible de olvidar, la llamada Teoría del Caos: "Algo tan insignificante como el vuelo de una mariposa puede desencadenar un huracán al otro lado del mundo". Da qué pensar, ¿verdad?

Aquello me recordó a nosotras, mujeres, y a cómo el más mínimo cruce de cables puede provocar algo más que un huracán. Una mujer puede desencandenar el Apocalípsis, de eso estoy segura. 


No tengo ningún tipo de reparo en afirmar que, sí, efectivamente, nos enfadamos, nos volvemos locas, nos enfurecemos y nos perdemos en nuestra rabia. Eso sí, siempre, con razón.

Somos sensibles, por nuestras venas no corre hielo ni horchata, sufrimos y nos hacen sufrir, los golpes nos duelen el triple y más aquellos que no son físicos. Esos son los peores. 


Una mujer enfadada es una bomba de relojería. Es preciso ser muy cuidadoso porque el más mínimo movimiento desacertado puede hacernos estallar. Normalmente ellos no son conscientes de nuestra fragilidad, y cuando se lo recordamos sobresale de su cerebro un magnífico y estupendo término: drama. ¿Drama? ¿En serio? "Eres una dramática", "Te crees que tu vida es una película", o mi favorita: "Vives en Hollywood". 

Error. Boom! La bomba ha explotado. Lo mejor que pueden hacer es echar a correr. Aunque, de todos modos, la onda expansiva les va a alcanzar. 


Otras veces lo que sucede es que no entienden. Pero no porque les falte cabeza, sino porque no quieren entender. Es más fácil pasar por alto que pararse a preguntar qué sucede -aunque, de alguna forma, siempre lo saben-. Somos nosotras las que, cansadas de esperar que vean lo que no les apetece ver, optamos por revelarles el motivo de nuestra cara de perro -enfadadas estamos todavía más guapas-. "Eso no es para tanto", "Te encanta enfadarte" o "No he hecho nada". 

Olé, olé y olé... Boom! Otra vez. 


Pero, a pesar de todo, aunque nos enfademos, aunque forcemos cara de perro, aunque nuestra sangre se haya convertido en lava y nuestro más ferviente deseo sea hincar las uñas, basta una sonrisa, un pequeño gesto de cariño, un mimo o un te quiero, y el sol vuelve a salir, la bestia se convierte en bella. Son remedio y enfermedad.



Caballeros, no somos tan complicadas. 
Si nos enfadamos, sonreírnos; si estamos tristes, abrazarnos; si queremos hablar, escucharnos; pero, ante todo, conocernos.  




Con la colaboración de mujeres que se enfadan, y con razón