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domingo, 6 de octubre de 2013

Escápate (conmigo)

Hace apenas unas horas que he aterrizado en el aeropuerto de Madrid-Barajas. Vuelvo después de tres días fuera. Me he escapado de la capital. Y os lo recomiendo a todos. 


Llega octubre y todo cambia, atrás ha quedado la resaca del verano, las sábanas ligeras se han convertido en edredones y el aire del coche ya no está a 20º. Todo ha cambiado y nos toca asimilarlo.



Soy de esas personas que detesta el frío. Me encantan las noches de lluvia, de películas interminables y de calcetines de colores, pero como todo, en pequeñas dosis -y en estupenda compañía, sino, no vale-. Sé que nos pasa a muchos, sobre todo a los que vivimos en grandes ciudades en las que para respirar algo de naturaleza nos tenemos que adentrar en las profundidades del Parque del Retiro. 

Los edificios altos, las carreteras con atascos eternos, las prisas, las salas de cine abarrotadas, el sonido del despertador entonando en nuestros oídos, el bullicio propio de toda ciudad que se precie, nos causa trastornos de todo tipo. Tengo la teoría de que es mucho más difícil ser feliz en una ciudad en la que todos llegan tarde a cualquier sitio. 


Cuando noto que la ciudad se envuelve sobre mí con la intención de exprimir toda mi energía, aprovecho y me voy. Tal cual. Me largo. Cojo un avión y me voy.

Tengo la inmensa suerte de poder huír a uno de los lugares más paradisíacos del mundo, a solo 55 minutos en avión -un poquito menos para Ryanair, que no se sabe por qué siempre llega antes-. Pero no es necesario irse a una isla en mitad del Mediterráneo para que la terapia funcione. Solo hay que salir de Madrid, de Barcelona o de la gran ciudad en la que vivas. 

Siento una profunda envidia por aquellas personas que lo único que necesitan es un coche con algo de gasolina y 30 minutos de su tiempo para desaparecer. Tener una casa en zonas de Sierra, una finca en mitad de la llanura manchega o un apartamento en la costa levantina. ¡Qué lujo! 


Al final, si lo razonamos bien, nos pasamos diez meses del año envueltos en mantas, esperando que llegue el sol, el calor, la operación bikini, noches de alcohol y todo aquello que acaba demostrando que la vida no es suficiente.

Nos han echo creer que las vacaciones solo existen en julio y agosto y, si eso, en Navidad -para aquellos desgraciados que tienen (me incluyo) que estudiar en diciembre, estas no cuentan-. Pero quienes firmaron aquello se equivocaban. Las vacaciones de otoño sientan incluso mejor. Somos más felices después de dormir hasta tarde, dar paseos por la playa con vaqueros y jersey o caminar a la orilla de un lago, inspirando aire en su plena composición química. 


Todo esto está al alcance de everybody. De ti, de mí, de él, incluso de ella también. No es necesario tener una propiedad con o sin hipoteca en Navacerrada, ni un piso playero en Denia, ni mucho menos una mansión con vistas a la playa de Sitges.

Para resetear la mente, cargar baterías y volver al 100% solo hay que buscar un destino, encontrar la mejor compañía, hacer una maleta con lo indispensable y partir sin mirar atrás. 

Probablemente tus vacaciones solo duren lo que dura un fin de semana, pero no pienses en lo que te queda, aprovecha y vive el ahora. Disfruta de la oportunidad de ver estrellas sin tener que acudir al planetario. 




Nos enseñaron a sentir en dirección obligatoria
y nos llenaron la vida de semáforos.
Nos dijeron lo que se debe y lo que no
y que siempre quedaríamos debiendo.
(Carlos Salem)