jueves, 10 de octubre de 2013

When we were young

Cuando éramos pequeños nos hablaron de los sueños, de lo fácil que sería ser feliz si los persigues hasta alcanzarlos. Nos contaron que la palabra imposible no existe y que para los ingleses sí es posible. Nos trataron como niños cuando quisimos dejar de serlo y nos convirtieron en adultos cuando todavía nos sentíamos niños. Transformaron nuestra infancia en una conexión constante. Nos prohibieron meter los dedos en los enchufes pero nos obligaron a vivir enchufados


Nos obligaron a vaciar el plato porque hay niños que se mueren de hambre pero nos convencieron de que la belleza está en no comer. Nos emborracharon de historias para ahogarnos en la resaca del día después. Nos dijeron que los príncipes azules existen pero los escondieron debajo de las piedras. Nos enseñaron que sin amor no se puede vivir y que mejor solos que mal acompañados. Nos dieron coches rápidos pero nos obligaron a parar en cada semáforo. 


Nos dejaron dormir hasta tarde para despertarnos a gritos. Nos convencieron de que la vida son dos días y que la muerte es una forma más de estar vivo. Nos rompieron la cara y lo justificaron diciendo que el tiempo cura todas las heridas. Nos enseñaron que todo pasa por algo y que lo que no pasa, también es por algo. Nos dieron cariño para quitárnoslo después. 


Nos vendieron promesas y nos dieron guantazos. Nos robaron el alma para luego venderlo al mejor postor. Nos obligaron a creer que el fin justifica los medios y que el egoísmo es la mejor de las virtudes.

Nos forzaron a dormir ocho horas pero nos quitaron horas de sueño. Nos preguntaron qué queríamos y no nos dieron nada. Nos enseñaron a andar y nos subieron a unos tacones. Admiraron nuestra belleza pero nos cubrieron de maquillaje. 


Nos leyeron cartas de amor que no eran para nosotros. Nos vendieron la moto y nos estafaron a dos ruedas. Pintaron corazones y los tacharon con permanente. Nos hablaron del para siempre y añadieron un nunca. Nos contaron que crecer sería divertido y nos cargaron de trabajo. Nos aburrieron con historias sobre lo que podríamos ser y nunca seríamos. Nos construyeron alas para cortarlas más tarde. 


Nos enseñaron a hablar pero prohibieron nuestra voz. Nos lloraron en vida y nos sonrieron en muerte. Nos mandaron flores con aroma a remordimiento. Escribieron mensajes y los llenaron de mentiras. Nos prometieron la luna, pero nos ocultaron parte. Nos olvidaron y nos obligaron a recordarles. 


Eso sí, si no lo hacemos nosotros antes.


domingo, 6 de octubre de 2013

Escápate (conmigo)

Hace apenas unas horas que he aterrizado en el aeropuerto de Madrid-Barajas. Vuelvo después de tres días fuera. Me he escapado de la capital. Y os lo recomiendo a todos. 


Llega octubre y todo cambia, atrás ha quedado la resaca del verano, las sábanas ligeras se han convertido en edredones y el aire del coche ya no está a 20º. Todo ha cambiado y nos toca asimilarlo.



Soy de esas personas que detesta el frío. Me encantan las noches de lluvia, de películas interminables y de calcetines de colores, pero como todo, en pequeñas dosis -y en estupenda compañía, sino, no vale-. Sé que nos pasa a muchos, sobre todo a los que vivimos en grandes ciudades en las que para respirar algo de naturaleza nos tenemos que adentrar en las profundidades del Parque del Retiro. 

Los edificios altos, las carreteras con atascos eternos, las prisas, las salas de cine abarrotadas, el sonido del despertador entonando en nuestros oídos, el bullicio propio de toda ciudad que se precie, nos causa trastornos de todo tipo. Tengo la teoría de que es mucho más difícil ser feliz en una ciudad en la que todos llegan tarde a cualquier sitio. 


Cuando noto que la ciudad se envuelve sobre mí con la intención de exprimir toda mi energía, aprovecho y me voy. Tal cual. Me largo. Cojo un avión y me voy.

Tengo la inmensa suerte de poder huír a uno de los lugares más paradisíacos del mundo, a solo 55 minutos en avión -un poquito menos para Ryanair, que no se sabe por qué siempre llega antes-. Pero no es necesario irse a una isla en mitad del Mediterráneo para que la terapia funcione. Solo hay que salir de Madrid, de Barcelona o de la gran ciudad en la que vivas. 

Siento una profunda envidia por aquellas personas que lo único que necesitan es un coche con algo de gasolina y 30 minutos de su tiempo para desaparecer. Tener una casa en zonas de Sierra, una finca en mitad de la llanura manchega o un apartamento en la costa levantina. ¡Qué lujo! 


Al final, si lo razonamos bien, nos pasamos diez meses del año envueltos en mantas, esperando que llegue el sol, el calor, la operación bikini, noches de alcohol y todo aquello que acaba demostrando que la vida no es suficiente.

Nos han echo creer que las vacaciones solo existen en julio y agosto y, si eso, en Navidad -para aquellos desgraciados que tienen (me incluyo) que estudiar en diciembre, estas no cuentan-. Pero quienes firmaron aquello se equivocaban. Las vacaciones de otoño sientan incluso mejor. Somos más felices después de dormir hasta tarde, dar paseos por la playa con vaqueros y jersey o caminar a la orilla de un lago, inspirando aire en su plena composición química. 


Todo esto está al alcance de everybody. De ti, de mí, de él, incluso de ella también. No es necesario tener una propiedad con o sin hipoteca en Navacerrada, ni un piso playero en Denia, ni mucho menos una mansión con vistas a la playa de Sitges.

Para resetear la mente, cargar baterías y volver al 100% solo hay que buscar un destino, encontrar la mejor compañía, hacer una maleta con lo indispensable y partir sin mirar atrás. 

Probablemente tus vacaciones solo duren lo que dura un fin de semana, pero no pienses en lo que te queda, aprovecha y vive el ahora. Disfruta de la oportunidad de ver estrellas sin tener que acudir al planetario. 




Nos enseñaron a sentir en dirección obligatoria
y nos llenaron la vida de semáforos.
Nos dijeron lo que se debe y lo que no
y que siempre quedaríamos debiendo.
(Carlos Salem)